Crossroad

Tomamos decisiones todos los días de nuestra vida, aunque la decisión sea no tomar ninguna. Elegimos y nunca sabremos qué habría pasado si hubiésemos seleccionado otra opción. Cuando salimos de viaje, todo está planificado: sabemos el destino, tenemos un mapa, hemos revisado el aceite y la presión de los neumáticos, nada puede pasar.

Durante el camino dejamos atrás muchos pueblecitos que parecían maravillosos, pero no tenemos tiempo de parar. Inesperadamente, a pesar de que la información meteorológica nos aseguraba buen tiempo durante todo el camino, comienza a llover con fuerza, mientras vislumbramos una señal que nos avisa de que comienza un tramo de obras. Pensamos en la posibilidad de retroceder y buscar una ruta alternativa, pero hemos avanzado tanto ya que no queremos dar un rodeo, y nos empeñamos en seguir por el mismo camino. Con determinación, nos adentramos en mitad de la lluvia, que cada vez cae con más fuerza, en un camino que no está bien asfaltado, con la única misión de avanzar hacia el objetivo.

Finalmente, tras recorrer unos kilómetros en el barro, nuestro coche se queda atascado en un socavón de la carretera. Pisamos el acelerador a tope, pero el coche no sólo no se mueve, sino que parece hundirse todavía más. Salimos del coche y tratamos de empujarlo, pero no conseguimos moverlo ni un centímetro. Colocamos una piedra bajo la rueda atascada, sin resultado. En unos minutos estamos empapados y cubiertos de barro y la lluvia se ha convertido en una cortina de agua que nos impide ver más allá de unos pocos metros.

Afortunadamente, un coche para a nuestro lado. Sus ocupantes son tres mujeres, afables y sonrientes, que se ofrecen a llevarnos al pueblo más cercano. Todavía molestos por la interrupción de nuestro perfectamente bien planificado viaje, aceptamos agradecidos el ofrecimiento. Su coche circula con facilidad por el camino embarrado, es un todoterreno. La conductora nos ofrece alojamiento en un pequeño hotel rural, que casualmente regenta, donde podremos esperar mientras nos reparan el coche. ¡No es posible!- pensamos- ¡no puedo perder ni un minuto más! Tiene que haber otra solución. Pero no la hay: el coche está estropeado, en el pueblo no tienen la pieza necesaria para repararlo y la tormenta ha inutilizado las líneas telefónicas. Así que, sin otra alternativa, nos quedamos en el pueblo, que tiene una iglesia preciosa, damos un paseo y nos unimos a la partida de dominó, mientras charlamos con nuestras nuevas amigas y el resto de lugareños que nos cuentan sus historias y las de otras personas que pasaron por allí de camino a otros destinos diferentes.

Al día siguiente nuestro coche está reparado y podemos emprender de nuevo el camino. El sol ha salido pero no calienta con la fuerza suficiente como para eliminar la humedad que la tormenta ha dejado en el aire. Nos despedimos de nuestras amigas, que ya lo son para siempre. El mapa sigue ahí, en el asiento del copiloto, plegado cuidadosamente, nuestro destino rodeado por un círculo rojo. Lo desplegamos hasta que alcanza una superficie que casi no podemos abarcar con nuestros brazos, mientras van apareciendo otros muchos otros lugares a los que ir y cientos de carreteras de diferentes colores, entre los que el círculo rojo parece minúsculo. Paramos el motor, sacamos la llave del contacto y dedicamos unos momentos a pensar qué camino escoger. Volveremos sin duda a trazar otro círculo, o quizás busquemos el que ya habíamos marcado, volveremos a planificar de nuevo el camino, a revisar la presión de los neumáticos y a calcular la hora a la que llegaremos. Sin embargo, ahora somos diferentes: hemos aprendido que lo inesperado supone a veces la oportunidad impredecible de encontrar el camino correcto.

Escrito por Sara González.

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